Si las revoluciones y guerras civiles han sido muy frecuentes en la historia y en las culturas más diversas, con la modernidad han tomado un carácter por así decir más sistemático. Ello se debe a unas ideologías generadoras de brillantes (o desmesuradas) expectativas sociales y que han ocupado muchas veces una especie de función religiosa al revés. Pues si las religiones tienden a la aceptación y al apaciguamiento social, estas ideologías generan una profunda insatisfacción y sentimientos de rebeldía, al suscitar tales expectativas, basadas en concepciones de la sociedad y de la historia más o menos discutibles o abiertamente falsas. Impulsos aparecidos con la revolución francesa y que alcanzaron en el marxismo su formulación más exigente y a su modo racional. El marxismo, como señaló Lenin, es una doctrina para la guerra civil.
La mayoría de los libros de historia prestan poca atención a esta cualidad de las ideologías, dando por hecho que el lector sabe lo suficiente de ellas, lo que no suele ocurrir. Quizá el libro de Payne habría ganado con una exposición que permitiera entender de antemano qué es el marxismo o el fascismo, incluso el liberalismo, o al menos cómo los considera el autor. Porque, además, los enfoques de esas ideas varían mucho de un autor a otro. El laberinto español de Gerald Brenan, por ejemplo, fue en su tiempo muy apreciado por su exposición de las corrientes políticas dentro de la II República. La explicación era superficial y a mi juicio errónea, pero el método no podía ser más adecuado como intento de explicar los conflictos de la época. Eso me llevó a tratarlos de otra manera en mi libro El derrumbe de la República, en capítulos sobre el anarquismo, el falangismo, el marxismo, el republicanismo, el conservadurismo o los separatismos.
Como quiera que sea, el marxismo se convirtió, a partir de la Revolución bolchevique, en un factor muy influyente, incluso el más influyente, en los conflictos europeos (y de otros continentes), por dos razones al menos: porque la experiencia rusa parecía demostrar que el socialismo totalitario pregonado como panacea por las corrientes utópicas del siglo XIX y anteriores, podía triunfar en la práctica. Y podía funcionar, aun si a un coste elevado, achacado a la hostilidad de las potencias reaccionarias. Y en segundo lugar porque generaba revoluciones de reacción, por así llamarlas siguiendo a De Maistre. Aunque cabe especular sobre si los fascismos y regímenes autoritarios de la época pueden entenderse como reacciones al comunismo o como impulsos sociopolíticos independientes, o en qué grado serían una cosa y otra.
En La Europa revolucionaria, esas ideologías vienen a ser enfocadas no desde sus concepciones generales y propuestas, sino desde sus efectos, especialmente la violencia y las masacres de población civil. Pero no hay ideología, incluyendo la demoliberal, que no tenga en su haber considerables matanzas, y cabría discutir si ellas definen el valor real de las ideologías o por el contrario deben considerarse un coste lamentable pero inevitable en la construcción de un mundo mejor. Y hasta podría dar lugar a otro debate filosófico sobre el valor de la vida humana como criterio histórico y, más aún, qué se entiende por tal valor y quién lo definiría.
Hay otro punto que señalaré aquí, sin entrar a discutirlo: ¿qué decir de movimientos como el concretado en el “mayo francés” del 68? ¿Se los puede considerar una revolución? Desde luego no han dado lugar a guerras civiles, aunque sí a graves disturbios; pero ha sido realmente profunda su impronta –muy posiblemente nefasta– sobre actitudes sociales y políticas posteriores.
Pio Moa